Tan solo un Gobierno decente


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El autor es escritor, polĆ­tico y comunicador. Reside en Santo Domingo.
Desde la historia en movimiento que se desplegĆ³ tras el ajusticiamiento del tirano Rafael LeĆ³nidas Trujillo Molina en el aƱo 1961, todo nuestro martirologio ha sido empujado por la aspiraciĆ³n de tener un Gobierno decente. Juan Bosch es un guiƱo lejano, y se subordina la inutilidad del gesto, la desgracia cruel de otorgar a una realidad cĆ­nica, la fianza de una moral noble. Ulises Francisco Espaillat sestea en el chirrido de la impotencia. SoĆ±Ć³ con un Gobierno de maestros, y su decepciĆ³n se estrellĆ³ en el plural invisible de una sociedad saqueada. Somos un paĆ­s de mortajas ardientes, y nos recostamos en las memorias dolidas de perdidas batallas.

Pero mienten los que pregonan que hemos tenido los gobiernos que nos merecemos, porque sobre la opaca y rutinaria armazĆ³n de la sociedad autoritaria en que hemos vivido, siempre ha vuelto a nacer la esperanza de un Gobierno decente. Toda sociedad cultiva sus propios absurdos, y por sobre las afirmaciones de Montesquieu, segĆŗn el cual “la razĆ³n estĆ” en todas partes”, nosotros hemos tenido una tradiciĆ³n caudillista que, de acuerdo con el propio Ulises Francisco Espaillat, “nos ha obligado a vivir exiliados de la razĆ³n”. Pero hay que tomar partido por la idea de la verdad, puesto que una y otra vez nuevas ideas vuelven a ocupar el sueƱo de redenciĆ³n. En los tĆ©rminos del posmodernismo dominante, dirĆ­amos que esa es la narrativa oficial de quienes nos han gobernado. Y hay, en medio de la perplejidad , la incertidumbre y la duda, un sencillo sueƱo frugal que inunda al paĆ­s: erigir un Gobierno decente. Tan simple como eso: lo que queremos es un Gobierno decente. Porque vivimos como en un abismo moral, y quien carece de indignaciĆ³n frente a la irracionalidad de la prĆ”ctica polĆ­tica dominicana, se cercena de su realidad, y ello supondrĆ­a una falta de honradez y una resignaciĆ³n insoportable.
Abraham Lincoln proclamĆ³ en 1838 que habĆ­a que aferrarse con fuerza a la razĆ³n pura, para salvar a su paĆ­s de una crisis de escepticismo despuĆ©s de la guerra de secesiĆ³n. Nuestro deseo de vivir en una sociedad en la cual los gobernantes no nos avergĆ¼encen, pasa por restituir la racionalidad al ejercicio del poder. ¿CĆ³mo tener, por ejemplo, una idea cabal de la Justicia, si ante nuestros propios ojos los funcionarios del sistema judicial responden al poder polĆ­tico y encubren la corrupciĆ³n generalizada? ¿De quĆ© puede valer el discurso moralista en el aula de un pobre profesor que se desgaƱita para explicarles a sus alumnos lo que es la honradez, el bien y la verdad; si el cinismo de un funcionario ladrĆ³n tiene categorĆ­a de magisterio y valor de paradigma, y esculpe la mentira como un atributo exitoso? ¿Por quĆ© la corrupciĆ³n dominicana, siendo un antivalor, tiene su carta de triunfo asegurada en la prĆ”ctica? Simplemente, porque la relaciĆ³n valorativa consiste en uno de los modos en que la realidad puede ser asimilada, y porque en la vida social opera un conjunto de representaciones, esquemas e ideales que determinan la conciencia y la conducta de los individuos que la integran. Los corruptos son paradigmas exitosos, y los “lĆ­deres sociales” los albergan axiolĆ³gicamente neutralizados. Nadie los repudia, el medio los asimila como hĆ©roes y bajo el manto de amparo de la impunidad se cuelan como paradigmas sociales.
En la coyuntura polĆ­tica actual es necesario gritar a pleno pulmĆ³n la determinaciĆ³n colectiva de vivir en una mejor sociedad. No podemos reproducir el paĆ­s real en que vivimos. Y no podemos arroparnos en el destino que nos quieren imponer los que hoy gobiernan esta naciĆ³n. Tan solo un Gobierno decente, es todo lo que pedimos, lo que anhelamos y pagado con un largo martirologio. Mienten los que pregonan que hemos tenido los gobiernos que nos merecemos, porque sobre la opaca y rutinaria armazĆ³n de la sociedad autoritaria en que hemos vivido, siempre ha vuelto a nacer la esperanza de un Gobierno decente. Ahora tambiĆ©n.

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